por Azucena Crespo
Ya el mito platónico de Prometeo muestra que nuestra propia naturaleza biológica nos ha constituido como seres abiertos, inconclusos, lejos de toda determinación que nos fije y atenace en nuestro modo de ser y comportarnos. La reflexión de grandes autores del siglo XX se dirige a esta ausencia de naturaleza que nos instala en la cultura, en la historia y que en la misma medida en que nos hace proyecto, incesante tarea de nosotros mismos, nos arroja inexorablemente a nuestro tiempo y circunstancias. Este hiato abierto que sería el ser humano, como posibilidad abierta y contextualizada, remite al problema mismo de la libertad: nuestra grandeza y nuestra más profunda miseria. Seres con vocación y capacidad de sobrepasar su contexto y susceptibles de perderse en sus mareas y tempestades, a falta de un rumbo o puerto preestablecido mediante el que estructurar el incesante asalto de múltiples apelaciones. Nuestra época refleja nítidamente la posibilidad del naufragio. Estamos en crisis.
Y es precisamente en un periodo como éste, en el que abunda el individualismo más exacerbado como tabla de salvación, como refugio y salida frente al caos, cuando pienso en el papel de la educación.